Por Alejandro Espina

Cuando tenía 18 años no tenía un camino claro. Por un lado, mi mayor preocupación era si Kim Carnes llegaría al número uno con “Bette Davis Eyes” o si lograría reunir 10 compañeros de La Mennais para jugar un picado en el cantero de la calle San Marino.

Por otro lado, sentía la presión de empezar a hacer algo “importante” en la vida. En ese contexto, acepté la invitación de un amigo para asistir a una reunión que, según él, prometía ganar muchísimo dinero. Intrigado, decidí asistir. A mi amigo le interesaba hacerse millonario, algo que, con los años, logró. Sin embargo, nuestras vidas tomaron caminos distintos porque la idea de acumular riquezas sin propósito me resultaba aburrida.

Al llegar a la reunión, me encontré con algo inesperado. Era una reunión de Tupperware. La dirigía alguien que parecía más un predicador que un vendedor. Su entusiasmo por los recipientes de plástico hermético era casi religioso. Hablaba con pasión de los productos, de los beneficios de formar parte de la red, de las reuniones en hogares y de cómo ascender en la jerarquía. Pero cuanto más lo escuchaba, menos fe tenía en el discurso. Era como el Jimmy Swaggart de los tuppers. Y aunque los recipientes eran prácticos, no veía cómo esa filosofía encajaba en el futuro que quería construir.

El tiempo me dio la razón, aunque décadas después. En abril de este año, Tupperware se declaró en quiebra tras una debacle en sus ventas. De ser un símbolo de innovación que conquistó el mundo, pasó a quedar atrapado en un modelo de negocio que no evolucionó.

Tupperware apostó de manera casi caprichosa a su modelo exclusivo de reuniones sociales, ignorando que los consumidores ya no querían depender de eventos para adquirir productos. Increíblemente, no comenzó a vender en Amazon o Target hasta 2022. Cuando finalmente lo hizo, ya era demasiado tarde.

Este año, la empresa solicitó la aprobación judicial para vender activos y continuar operando durante el proceso de quiebra. Su última fábrica en Estados Unidos, ubicada en Carolina del Sur, cerró a mediados de año. Nunca una frase aplicó tan bien a una empresa: “vivir en un tupper”. Irónicamente, lo que fue su símbolo de éxito también se convirtió en su prisión.

Tupperware pasó de ser un ícono global a un recuerdo vago, destinado al cajón de la cocina donde se guarda lo que ya no sirve. Su fracaso evidencia cómo una idea innovadora puede volverse irrelevante cuando no escucha las señales del mundo exterior.

Ya lo dijeron Los Iracundos: “El mundo está cambiando y cambiará más”. Para Tupperware, el mundo cambió demasiado rápido, y la empresa se quedó atrapada en su propio molde hermético.

Aunque el desenlace empresarial fue trágico, miro hacia atrás con cierto humor. Aquella reunión, que alguna vez me hizo sentir fuera de lugar, terminó siendo una lección valiosa: a veces, el verdadero éxito radica en saber elegir lo que no queremos para nuestra vida.